Aquellos primeros monjes no pudieron haber escogido un mejor lugar. Rodeados de tanta belleza natural, su misión era titánica: igualar la perfección de la naturaleza con su obra.
El amanecer siempre tiene algo de revelador, un momento en que el paisaje parece cobrar vida entre sombras y destellos dorados. Hoy, en un rincón solitario del Valle de Valdivielso, lejos de las luces artificiales y del ruido cotidiano, la Ermita de San Pedro de Tejada se alza en silencio, como si el tiempo no contara para ella, envuelta en la magia de los primeros instantes del día. Más atrás, el río Ebro ha dejado cañones y desfiladeros para llegar a un valle de verdes campos, salpicado de cerezas y manzanas que evocan un Edén terrenal, como si del paraíso mismo se tratara.
Aquellos primeros monjes no pudieron haber escogido un mejor lugar. Rodeados de tanta belleza natural, su misión era titánica: igualar la perfección de la naturaleza con su obra. Sin embargo, de su dedicación surgió una ermita, una auténtica joya románica del siglo XII que parecía querer desafiar a la divinidad, mientras ellos, como enviados de Dios, daban forma a cada piedra con cincel y martillo, revelando las perlas escondidas en la roca. Cada arco de su portada, cada ventana del campanario y cada bloque de piedra respiran la historia de quienes la erigieron con paciencia y devoción.
Son las montañas de la Sierra de la Tesla las que aún impiden que el sol asome del todo, pero su color rojizo anuncia que la luz está a punto de vencer a la noche. Los primeros pájaros comienzan a cantar, revelando que no estás solo para vivir este instante. Sin previo aviso, los primeros rayos de sol alcanzan el ábside de la ermita, revelando con delicadeza los canecillos que lo adornan. Esa rica iconografía que envuelve el monumento por todos sus lados, pero que de momento parece esperar, como queriendo mostrar el resto de sus detalles con calma, consciente de que el día tiene horas de sobra para desvelar tanta belleza.
Uno puede imaginar a los monjes de antaño experimentando esta misma sensación de quietud. En lugares como este, la prisa no tiene cabida. Si el amanecer es así de majestuoso, el día solo puede traer cosas buenas. Aquí, en este rincón apartado del Valle de Valdivielso, la conexión con la naturaleza y el entorno es inmediata, tangible, como si el tiempo hubiese quedado suspendido.
El día comienza despacio, y con él, las piedras de San Pedro de Tejada parecen despertar con la misma calma. Después de casi mil años, parece que estas piedras saben que aún les queda mucho por delante. Al igual que la noche apaga su esplendor, el amanecer lo devuelve una y otra vez, permitiendo que la luz revele su forma majestuosa. Es en ese momento, cuando la luz acaricia la piedra, es cuando uno se da cuenta de que aquellos monjes lograron superar a la naturaleza utilizando sus propios elementos, haciendo que la piedra y la luz dialoguen entre sí.
Visitar la Ermita de San Pedro de Tejada al amanecer es más que un simple encuentro con la historia. Es una experiencia íntima, un reencuentro con el paisaje y el patrimonio de Burgos en su estado más puro. Cada amanecer aquí es único, un instante fugaz que se disfruta con todos los sentidos, mientras la luz revela los detalles y la piedra cobra vida.
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