HISTORIA

Un ladrón con honores de Estado

Byne
Marisa Amor Tapia (Historiadora del Arte y profesora de Secundaria)
03/05/2023 - 19:09h.

Hubo un tiempo, no tan lejano en el que nuestro patrimonio material no se valoraba, sino que además se dejaba exportar a manos llenas. La pobreza económica y cultural, la falta de recursos del Estado, pero también la estética dominante abonaron el terreno a los grandes coleccionistas extranjeros que sí valoraban lo que nosotros vendíamos sin remilgos. Porque ese expolio fue casi siempre consentido por quienes tendrían que haber velado por esos bienes, como políticos, historiadores y por supuesto por el conjunto de la ciudadanía. Incluso podríamos hablar de personajes como Arthur Byne y Erik el Belga, dos grandes ladrones-agentes al servicio de ávidos coleccionistas, que fueron homenajeados por instituciones o por la propia sociedad, porque no existía la dimensión social que hoy en día tiene el Patrimonio.

Y A. Byne es precisamente el protagonista de uno de los momentos de mayor depredación patrimonial: las primeras décadas del siglo XX, cuando los grandes coleccionistas norteamericanos buscaban proveedores europeos, y especialmente españoles porque nuestro país ofrecía mayores facilidades para tales fines. Arthur Byne fue uno de esos compradores-vendedores de antigüedades que actuaron en Castilla.

Byne nació en Filadelfia en 1883, se licenció en Arte y Arquitectura, y se trasladó a Madrid en 1914, junto a su esposa Mildred Stapley, como delegado de la Hispanic Society of America. Publicó varias obras sobre arquitectura y artes decorativas españolas que obtuvieron un gran éxito en Norteamérica donde se difundió rápidamente nuestro patrimonio. Y aprovechó sus dotes como dibujante y fotógrafo para sus negocios.

Byne fue el suministrador, y en definitiva expoliador de patrimonio más diligente que hubo en nuestro territorio entre 1915 y 1935, sirviéndose para ello del gran capital y del prestigio social con el que contaba en España, y especialmente de sus numerosas influencias en el gobierno del momento. Proporcionó miles de bienes culturales, de forma no muy clara e incluso ilegal, a los mayores millonarios de Estados Unidos, especialmente a Willian Randolph Hearst, que se merecería un artículo aparte, pero también a diversos museos de ese país. Lo más increíble es que ese reprobable trabajo lo realizó ocultando su verdadera condición de saqueador bajo la apariencia de estudioso del arte hispano, de hispanófilo y amante de nuestro arte. Gozó de un gran reconocimiento en la España del momento manipulando a políticos, eclesiásticos y personajes del mundo de la cultura para poder hacer lo que le diera la gana con nuestro patrimonio sin que se sospechara de él.

Para ello, utilizó como nadie sus influjos, valiéndose de engaños, de sobornos a la policía, a la prensa, a la Iglesia y a funcionarios del Estado, timando a compradores y vendedores, pasando por alto la legislación española y trasgrediendo la americana. Víctimas de la rapiña de ese sagaz desvalijador fueron elementos arquitectónicos del monasterio zamorano de Moreruela, la reja de la catedral de Valladolid, cientos de obras de la más diversa índole (artesonados, tapices, mobiliario...) procedentes de castillos, conventos, palacios, iglesias... sin contar los intentos de liquidación del patio de la Casa Miranda de Burgos y del palacio de Peñaranda de Duero.

Este peculiar comerciante supo beneficiarse de una doble coyuntura: por un lado, la facilidad para hacerse con vestigios y luego exportarlos, pagando un dinero del que la sociedad española carecía y necesitaba; y por otro, la fuerte demanda de esos objetos por parte de muchos millonarios.

Nos puede dar una idea de la dimensión que alcanzó la destrucción de nuestro patrimonio en esos años el hecho de que consiguiera sacar de nuestro país edificios o grandes partes de ellos al completo, como por ejemplo el claustro, el refectorio y la sala capitular del monasterio segoviano de Sacramenia, instalado parcialmente en la Hispanic Society de Nueva York. O el convento alcarreño de Santa María de Óvila, comprado de forma ilícita y después trasladado a Estados Unidos para complacer las excentricidades de Hearst, quien en ocasiones revendía lo que no le gustaba a algunos museos. Estas dos faraónicas operaciones de compra-venta, con sus trabajos de desmontado, embalaje y traslado de miles de piedras numeradas para su posterior recomposición, fueron programadas y ejecutadas al completo por Arthur Byne.

Y para completar tan rocambolesca trayectoria, Byne también se dedicaba a restaurar y reproducir mobiliario antiguo para exportar, pues tal era la demanda de piezas de arte español que las obras que había en el mercado norteamericano no eran suficientes.

Byne nunca se consideró un ladrón, sino que creía que con sus acciones aseguraba la salvaguarda de piezas que podrían desaparecer si él no las colocaba antes en el mercado. E incluso llegó a ser condecorado durante la dictadura de Primo de Rivera.

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